Liliana Vitale

Por: Lucas Petersen

En formato solista, vuelve a presentar el disco que grabó con su hermano Lito con las canciones que cantaban acá cerca y hace tiempo. 

Quien cae cautivo del hechizo de Liliana Vitale difícilmente se libre de él. Me acuerdo de la primera vez que la vi. La memoria ronda circularmente sobre la pregunta que igualmente me rondó aquella noche: “¿Qué es esto?” ¿Qué es esta mezcla de canciones del rock con otras llegadas de orillas más o menos alejadas, del folklore, del tango, del bolero, de la nada? ¿Quién es esta mujer de voz oscura y a la vez evocativa, de decir al límite, que pareciera consumirse en cada verso? ¿Qué es esta forma atormentada de relacionarse con el piano?

Pasaron muchos años (casi décadas, podría decir, pero falta poquito para que sean plural) y me volví uno de esos cautivos. La volví a ver sola, la vi en ese dúo único que componen con Verónica Condomí, escribí sobre ellas, y todavía me produce el mismo estremecimiento, la misma dificultad de entrar y la misma intimidad una vez adentro.

Hace muy poco, acompañada por su hermano Lito en piano, Liliana sacó Uanantú, un disco que recrea el dúo que armaron en la prehistoria de sus carreras con algunos de los temas que los nutrieron en aquellos primeros años. (El álbum trae además un precioso librillo con microrrelatos de Patricia Pagolay dibujos de Liliana realizados en la adolescencia).

Uanantú tiene un aire a Mujer y argentina (1995): un puñado de canciones ajenas e indiscutibles (de Spinetta, Santaolalla, Yupanqui, los Expósito, Miguel Abuelo y María Elena Walsh, entre otros), en versiones despojadas y sentidas. Quizás sea pura imaginación, pero, en relación con aquel, parecería teneralgo distinto e indefinible. Un aire de nostalgia diluida en presente, una falta de urgencia, una maduración lenta de los temas. Algo así como un disco de canciones añejadas en roble.