El refugio de los invisibles

Por: Gustavo Friedenberg

Inesperadamente divertida, esta imperdible pieza aborda la cruda situación de los refugiados.

Tal vez lo propio del teatro sea encontrar alternativas que le permitan reflejar y desafiar a su sociedad en un juego dinámico de permanentes adaptaciones. Hacer funciones a la gorra, igual que abordar temas incómodos, son maneras de asumir compromiso con nuestra realidad. El refugio de los invisibles lo hace en una puesta acerca de los refugiados -que bien podría ser cualquier colectivo vulnerable- y sin permitir que la relevancia del tema reste contundencia y calidad al hecho artístico.

Es difícil ajustarla a un género; su directora Catalina Briski, utiliza indistintamente actores, músicos y bailarines, demandando del espectador una atención constante para atravesar los diferentes climas que la obra propone. Decide abordar el drama desde el humor, con inevitables reminiscencias al clown, tal como fue caracterizado por Chaplin en aquellas películas donde el espectador reía con amargura, frente a estos personajes tan pobres que combatían el hambre con un puchero de zapato.

Los cinco intérpretes construyen diferentes situaciones que no conforman una trama y que sin embargo, se enlazan naturalmente a través de la iluminación de Paula Fraga y la música en vivo de Tomás Melillo. El dream team se completa con Ramiro Cortez, Manuel Fanego, Mariela Bonilla y la cautivante María Kuhmichel, quienes abordan cada escena con una disposición total de sus cuerpos, conformando una unidad donde siempre queda por delante el todo.

El vestuario y la escenografía diseñados por Estefanía Bonessa son funcionales a la construcción de éste universo, generando un lugar que podría ser cualquiera. Del mismo modo, los intérpretes hablan en idiomas inventados y aún así elaboran una dramaturgia clara e impecable.

La obra merece la pena no sólo por hacer visible lo que otros evitan, sino por convertir una realidad miserable en una valiosa pieza de arte.