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Notable

Los galgos

Por: Pedro Monti

Una renovada propuesta dentro de uno de los templos porteños, que valora su función y acrecienta la vida del lugar con ofertas nocturnas, sabrosos platos y una completa barra.

 

Para los que somos habitués de un bar, pensar que se va a cerrar, es comparable con la venta de la casa de nuestras abuelas, es como perder una parte del domicilio. Si además ese bar es una leyenda, es un desgarro en el corazón y puede marcarnos de por vida. Primero se nos fue Alberto, uno de los hermanos que lo habían heredado del padre, después se nos fue Horacio, el otro hermano, vimos la tristeza de su viuda y un día no abrió más.

Enclavada en lo que supo ser la esquina sudoeste del predio de los Retiro se inscribe una materia que con el tiempo devino en pulpería. Esa esquina con el devenir de los años y la urbanización era el límite del barrio de Balvanera y el barrio de San Nicolás (llamado así por la iglesia que estaba en la manzana de Corrientes, Pellegrini y Cuyo, hoy Sarmiento y Cerrito). En esa esquina, a poco de edificarse el monasterio de los curas jesuitas (hoy Colegio del Salvador) se levanta lo que entonces se llamaba Casa de altos (planta baja y primer piso).

El local de abajo lo ocuparon un par de rubros, hasta que a finales de los 20 un fanático de las carreras de perros funda Los Galgos. Años después José Ramos, el padre de los últimos dueños, es quien lo compra.

En sus mesas pasaron personajes como Oscar Allende, Ricardo Balbín y Arturo Frondizi, Troilo, Julio De Caro o Cadícamo. Pero en su barra era habitué el maravilloso Discepolín, nunca sentado, siempre fumando, siempre pensando en reírse con los muchachos. Era vecino porque vivía en Callao pasando Córdoba.

Era uno de los pocos bares, si no el último, en que se servía el café con leche desde la cafetera y lechera. El mozo de siempre, que se lo extraña mucho, es un tipo maravilloso, a tal punto que en el salón había un cuadro del bar hecho por un artista, que paraba ahí, que lo mostraba en primer plano.

Una vez cerrado, la tristeza fue absoluta, se corrieron muchas voces desesperanzadoras y cada tanto alguna alentadora. Yo solo pensaba en el destino del cisne del mostrador de donde me servía agua.

La persiana siempre baja, hasta que un día entró en obra, el corazón palpitaba, vimos entrar placas de Durlok y varios lloramos.

Pero un día abrió, ¡seguía llamándose igual! Con temor entré y lo vi renovado, con la cara lavada pero sin bótox, se lo sentía con sonrisas. Allí estaba el histórico cisne, la maravillosa joya del preciado lugar, brilla como nuevo pero sabemos que si hablara…

Aconsejo darse una vuelta por el lugar, ya sea en el desayuno o por las noches y disfrutarlo, acercarse a charlar con amigos y sentir la presencia de los duendes que lo habitan y que han morado en sus históricas mesas, vayan a seguir gastando el calcáreo de sus pisos y a sumar carcajadas entre amigos en sus paredes.

 

 

 

Av. Callao 501. Tel: 4371-3561.